Photo credit: Jared Murray, Unsplash (link)
This is a short piece that I wrote last fall and never got around to polishing. It’s a true story from my childhood. Also, it’s the first article on Metaverse Hell in Spanish! I’m very interested in “second language writing” (i.e. writing, usually creatively, in one of your non-native languages). What follows is little-edited and contains some awkward syntax, but it’s a first contribution to what I hope become regular Spanish and French sections on the blog. ¡Gracias por leer!
Según mi madre, la cosa sucedió así. Éramos tres en el coche (mi madre, mi hermano, y yo), hacía sol (una maravilla de día — soleado y fresco), y nos faltaban quince minutos para llegar (al colegio, un edificio imponente y colonial situado en el centro de la ciudad). Conducía mi madre, pues mi hermano y yo habríamos tenido entre aproximadamente doce y nueve años. Digo “habríamos” y “aproximadamente” por una cuestión de honestidad periodística. Démonos el lujo de ciertas ambigüedades.
Decía que estábamos en el coche, yendo al colegio. En aquella época, era mi madre la que nos llevaba al colegio. No sería así unos años después. (¿Después de qué? A nivel personal: de su prolongada enfermedad, de nuestra mudanza a la casa de June Lane, del final de mi niñez y del comienzo de mi adolescencia. A nivel global: de la muerte de Osama bin-Laden, de la contradicción de la profecía maya, de la elección de Xi Jinping como secretario general del PCC.) Pero en aquella época, aún era ella. Nos despertaba a las siete de la mañana, nos preparaba el desayuno a las siete y media, y nos dejaba en la entrada del colegio a las ocho. Y aquel día no era una excepción.
O sí, lo era. El diablo está en los detalles, como diríamos en inglés. Resulta que, en algún momento después de nuestra salida de casa, pero antes de nuestra llegada al colegio, decidí abrir la puerta del coche. Fue un gesto rápido. Abrí la puerta y me asomé fugazmente al exterior. Mi madre, al darse cuenta de que su hija de entre nueve y doce años colgaba por la puerta, lanzó un grito estridente. Mi hermano, según la leyenda, se partió de risa. Nos fuimos al arcén. Mi madre me fustigó durante un largo rato. No recuerdo lo que me dijo. Algo, seguramente, sobre la muerte y la responsabilidad y los peligros de la alta velocidad. No recuerdo lo que contesté, si es que contesté. Hubo, me imagino, una pausa. Me metió en el coche, se cercioró de que yo tuviera el cinturón puesto, cerró la puerta y se incorporó de nuevo al tráfico. Pasamos el resto del viaje en silencio.
Seré honesta. No recuerdo por qué lo hice. Me gustaría pensar que no lo hice, pero la decencia no me deja negar el folclore familiar. No es una anécdota halagadora. ¿Quién hace tal cosa? Enumero algunas opciones. Un crío impulsivo y salvaje lo habría hecho. O una muchacha arrebatada y maleducada. O una persona que desprecia su vida y la de los demás. Me gustaría pensar que no yo era así. Me gustaría recordarme como una niña precoz y responsable. Me gustaría decir: en aquel momento, me dedicaba a mis estudios con un fervor insólito. Lloraba por los exámenes. Devoraba libros. Traía caramelitos para toda la clase el día de San Valentín. Quería satisfacer a toda figura de autoridad en mi vida: a mis padres y sus amigos, a mis tíos, a mis maestros. Era una niña bien, digamos.
¿Por cuál motivo, entonces, habré abierto la puerta aquel día? Rechazo las arriba mencionadas hipótesis. Sigo la regla general de la humanidad: todos queremos creernos buenas personas, pese a la evidencia contradictoria. (Confieso: esta regla la acabo de inventar.) Se me ocurre otra explicación, una que tal vez les parecerá descabellada. Para explicarla, cabe recordar el concepto de la permanencia del objeto. En algún momento del desarrollo infantil, los niños aprenden que un objeto sigue existiendo aunque no se lo pueda percibir. No está claro si se trata de una epifanía repentina o de una comprensión gradual. Pero sabemos que es una habilidad adquirida. Jean Piaget, el psicólogo suizo que nombró el concepto, afirma haberlo reconocido por su ausencia; se preguntó, mientras llevaba a cabo unos estudios sobre la memoria a corto plazo, por qué ciertos niños pequeños no lloraban cuando sus madres se iban. Estos niños, concluyó, eran demasiado pequeños para preocuparse por la desaparición de sus madres. Para ellos, cuando un objeto desparecía de la vista, dejaba de existir.
A propósito de la observación de Piaget, propongo un concepto análogo. Nombrémoslo la permanencia de acciones. (El lector perdonará la falta de originalidad taxonómica.) Entiendo por ese concepto la comprensión de que una acción puede provocar consecuencias aunque ya se haya realizado. Por ejemplo, una persona dotada de la permanencia de acciones no derribaría un vaso de chocolatada por el mero gusto de hacerlo. Entendería que tal acción desencadenaría una serie de consecuencias potencialmente negativas: se quebraría el vaso, se derramaría la chocolatada, y la alfombra quedaría manchada. En cambio, una persona aún incapaz de visualizar esas consecuencias sería más propensa a hacerlo. Consideraremos que toda persona es, teóricamente, capaz de alcanzar un entendimiento mínimo de la comprensión de acciones. A algunos, les sobrará esta comprensión. Ellos serán, en gran medida, de perfil ansioso. Diseccionan y analizan cada eventualidad que sus acciones pueden ocasionar. Otros tenderán a olvidarse que toda acción tiene una reacción (igual y opuesta, según Newton). Este tipo de personas podría fácilmente gastar una fortuna en un casino, por ejemplo.
Armados de este concepto, volvamos a aquel día fatídico. ¿Por qué decidí abrir la puerta? Porque quise. Porque no tenía conciencia de la serie de efectos que aquella acción podría desencadenar. Porque me daba curiosidad saber cómo sonaba el viento afuera. Porque me aburría. Porque para los niños (y, tal vez, para ciertos adultos inadaptados también), la realidad no está hecha de bloques lisos y palpables que conectan acciones a consecuencias, sino de momentos sueltos y dislocados. Porque para el yo de hace diez (o tal vez trece) años, la realidad empezaba y terminaba mil veces cada día. Creía en una noción expansiva de la libertad humana.
Creía en un mundo animado por el deseo puro. Contemplaba la veracidad potencial de lo que un día podría reconocer como ‘solipsismo’ — la teoría según la cual el “yo” es la única realidad tangible. Me preguntaba varias veces al día si los demás no serían meras emanaciones de distintas partes de mi inconsciencia. Afortunadamente, las ilusiones pueriles no pueden coexistir con la permanencia de las acciones. Abrí la puerta y entró el mundo corriendo.